Este nuevo proyecto, centrado en investigar el desarrollo cerebral de los niños, ha recogido la experiencia de más de 3.000 niños que han estado expuestos a la polución, desde que son concebidos hasta que cumplen los 8 años y medio de vida. Para ello, se han apoyado en un medidor que recogía su evolución mes tras mes. El resultado ha demostrado que el cerebro del niño sufre alteraciones cuanto mayor cantidad de aire contaminado respira en sus primeros años de vida.
Tal y como ha explicado Anne-Claire Binter, la investigadora de ISGlobal, que un niño respire un ambiente cargado de polución puede modificarle su conectividad estructural del cerebro, lo que significa que puede condicionar en un futuro a corto plazo su manera de pensar, aprender, movilizarte y actuar.
El estudio también ha puesto de manifiesto el vínculo existente entre la exposición a las partículas PM2,5 y el tamaño de una estructura del cerebro conocida como putamen, que está implícita en la parte del control y del aprendizaje de este órgano. De tal modo, que cuanto más expuestos están a dichas partículas, especialmente, en los primeros años de vida, mayor será el volumen del putamen.
“Un puntamen mayor se ha asociado con algunos trastornos psiquiátricos, como esquizofrenia, trastornos del espectro autista y trastornos del espectro obsesivo-compulsivo», ha puntualizado la experta.
Además, Blinter ha hecho hincapié en que este estudio recoge por primera vez que el cerebro es susceptible a la contaminación atmosférica durante la infancia y no solo con el embarazo, tal y como se había recogido en investigaciones anteriores.
Por su parte, Mónica Guxens, otra de las colaboradores en la investigación de ISGlobal de Barcelona, ha reivindicado la necesidad de mirar más allá del proyecto y hablar abiertamente sobre las alteraciones en la estructura del cerebro, que padecen los niños los primeros años de vida.
“Habría que seguir repitiendo mediciones a estos niños y niñas para intentar comprender los posibles efectos a largo plazo de la exposición a la contaminación atmosférica en el cerebro”, ha concluido Mònica Guxens.
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