
El concepto nació en los años 20 gracias a la psicóloga soviética Bluma Zeigarnik. Durante una visita a un café, observó que los camareros recordaban perfectamente los pedidos no pagados, pero olvidaban enseguida los que ya habían servido. Intrigada, realizó varios experimentos y comprobó que las tareas interrumpidas se recuerdan mejor que las completadas.
Según Zeigarnik, cuando empezamos una actividad, el cerebro genera una tensión interna que solo se libera al completarla. Esa es la razón por la que nos cuesta soltar lo que dejamos a medias, desde un correo sin enviar hasta una conversación pendiente.
Una revisión publicada en Nature Human Behaviour analizó más de sesenta años de investigaciones y confirmó que el efecto Zeigarnik sigue siendo válido, aunque su intensidad depende del tipo de tarea y del grado de implicación emocional. Cuanto más importante o significativa es una meta, más fuerte se vuelve esa necesidad de cierre.
El psiquiatra Jordi Risco advierte que, si bien este mecanismo puede ayudarnos a mantener la constancia, también provoca ansiedad y dificultad para desconectar cuando acumulamos demasiadas tareas abiertas o sentimos que nunca llegamos a todo.
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